miércoles, 16 de julio de 2008

La comida en Nueva York

En Nueva York estuve sola, y acompañada por las gentes que pasaban y sus cosas. Pasear por sus calles es querer seguir siendo joven para gozar del permiso de mirar, y tener dinero para poder hacer intercambios con el pakistaní que vende flores a las 3 de la mañana (en Nueva York la gente tendrá el corazón roto, pero son unos románticos), o barritas riquísimas que no engordan, que se venden en cualquier sitio, o para comprarte un bagel calentito con mantequilla de cacahuete o queso, y mermelada por encima. Hay una leyenda urbana según la cual un bagel equivale a once tostadas...pero eso no es posible.


Las flores son carnosas y las hay amarillas, rojas, rosas, blancas, azules y moradas, apelotonadas entre ellas y sin olor. Los pastelitos son de chocolate, zanahoria, coco, dulce de leche... le engordan siempre a otra persona- que es la que los compra- y no saben a nada. Las galletas tienen la dimensión de una mano, y se encuentran de manteca de cacahuete, pepitas de chocolate, Lacasitos o simples. La ciudad de Nueva York se pasa el día comiendo.


China Town es otra dimensión. Ve a ChinaTown con el estómago vació y algo de dinero en los bolsillos. Llaman la atención los dulces blanquecinos y amarillentos: son de arroz y suelen estar rellenos de coco. Son elásticos y se estiran. son tan baratos, que se puede acabar con una bolsa de papel llena de empanadillas, bolas y otros, sin saber muy bien por qué. Hay una fábrica pequeña y fea de tofu, en la que venden el cuajo de la soja caliente, con salsas dulces o saladas. ¿Crees que tienes el paladar hecho para todo? Tómate un cuenco de tofu caliente con salsa picante en Chinatown. Es tan barato que no te dará pena tirarlo. Comer en los restaurantes es una saturación de los sentidos tal, que luego solo se recuerda lo que queda en las fotos. Para empezar, los camareros no hablan inglés, ni chino mandarín: hablan cantonés, y es posible que nadie de los que estéis comiendo pueda articular una palabra en ese idioma. De cualquier forma, señalando y mostrando se llega a Roma. Hay un restaurante de 7 pisos (en el que es imposible hacer un simpa), donde se eligen los platos parando a las camareras que pasean con el carrito de sus especialidades temáticas. Ahí sí que los ojos comen por ti y se puede acabar pidiendo una sopa con trozos blancos y verdes flotando, unos paquetitos humeantes con sorpresa dentro (ahí los camareros sí que han aprendido a decir “BEEF”, “PORK”, “FISH”, para que judíos, musulmanes y alérgicos no los denuncien).

De entre los postres, me quedo con el salivar de mis ojos. Nueva York es una ciudad visual y panorámica. Las tartas gritan “cómeme”, con sus veinte centímetros de altura, sus colores puros en negro, naranja, blanco y azul, y mil promesas más de felicidad. Pero los sabores no perduran. Quizás lo hagan en alguna tienda u hogar delicatessen, por los que no tuve la fortuna de pasar. Pero en general, los dulces neoyorkinos entran en ti para decirte “¿ves? Te he engañado...¡vamos a compartir juntos tristeza y destrucción, porque yo también estoy hecho de plástico”

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